En toda civilización el hombre intenta acercarse a las causas trascendentes. En otros tiempos, ciencia y filosofía estaban unidas en el intento de acercar al hombre a sus orígenes ontológicos. Posteriormente, entre ambos modos se han ido estableciendo mayores separaciones tal como sugieren las sizigias de los gnósticos, y eso no termina: en un primer tiempo la sabiduría incluía ciencia y filosofía; después la filosofía se subdividió llevando a la separación entre logos y mito; después, animada por el modelo aristotélico de clasificación, se vuelve a dividir en distintas escuelas; finalmente ciencia se separa de filosofía y esta queda igualmente separada de la religión. Lo que sucede con esto es que cada nueva tendencia, no apreciando el valor unido de las cosas, busca modelos únicos y hegemónicos de gestión del conocimiento, excluyendo o minusvalorando aquello de lo que se separa.
Es, precisamente, la misma actitud de intentar hacer prevalecer un modelo de interpretación frente a otros lo que ha llevado a las etnias y culturas al acoso extremo, hasta suceder lo que aconteció a los gnósticos: sus ideas fueron perseguidas hasta casi su desaparición en el siglo iv, especialmente tras las conclusiones del Concilio de Nicea.
No obstante, cíclicamente se ha reabierto el asunto cada cierto tiempo, por lo que vemos reaparecer un caso semejante en el siglo xi con los cátaros.
Nuevamente se puso de manifiesto el fracaso en intentar eliminar por la fuerza cualquier aspecto del pensamiento.
La creencia cátara tenía sus raíces religiosas en formas estrictas de un gnosticismo de corte maniqueísta. Su teología era de un dualismo radical, basada en la creencia de que el universo estaba compuesto por dos mundos en absoluto conflicto, uno espiritual creado por Dios, y otro material, forjado por el enemigo. Los hombres, albergando una semilla angélica, viven una realidad transitoria. Según ellos, las almas se reencarnarían sucesivamente, tal como los pitagóricos, platónicos y tantos filósofos griegos sostuvieran hasta el citado Concilio de Nicea, hasta que fuesen capaces de alcanzar aquel autoconocimiento que les llevase al paraíso. El ejercicio de un férreo ascetismo, estricta castidad y vegetarianismo eran parte de sus prácticas orientadas a esa forma de liberación.
Nuevamente se acentuó la dicotomía entre luz y tinieblas, entre el bien y el mal: ¡el dualismo de los gnósticos está muy presente en la vida cotidiana! Se produjo una oposición entre el catarismo y la iglesia católica, en la habitual actitud de ambas facciones de acusarse mutuamente de representar la mentira. Los cátaros fueron oficialmente eliminados en el siglo xiii y desaparecieron progresivamente, aunque persistiera su influencia moral, así como algunos de sus textos. Una vez más se vivió la intolerancia y la lucha por la supremacía de un dogma y con ello el dolor y la separación, dando la razón a la visión gnóstica tan cercana al dualismo.
Aunque también, como anteriormente ya había sucedido con otros movimientos gnósticos, se hiciera desaparecer oficialmente al catarismo, en realidad nunca han dejado de aparecer nuevas formas e interpretaciones acerca del bien y el mal, de lo celeste y lo demónico.
En el siglo xix Jules Benoît Doinel du Val Michel, después de ciertas experiencias místicas, reabriría el asunto del movimiento gnóstico cuando fundara, en 1890, un movimiento denominado la Gnosis Restaurada. Este contaba con una marcada influencia ideológica cátara en sus rituales, el soporte del Evangelio de san Juan y del gnóstico del siglo i d. de C. Simón de Samaria, todo ello aderezado con el sustento filosófico de los textos de Valentín y Marcus, gnósticos del siglo ii d. de C. Sería precisamente este Valentín, uno de los teóricos más influyentes en su tiempo, quien inspirara a Doinel a usar su nombre y así, bajo la denominación de Valentín II, asumiría el oficio de patriarca de la Nueva Iglesia Gnóstica. Esta se compondría de fieles conocidos como perfectos y perfectas y sería administrada por obispos masculinos, y sofías, cuando el episcopado recayera sobre mujeres. Estos obispos y sofías firmaban con un simbólico nomen sagrado precidido por la palabra o signo Tau. Unos y otros serían elegidos, entrenados y finalmente consagrados según el recién constituido rito gnóstico.